En un tiempo en el que se frivoliza todo, no se ha escapado LA FAMILIA  de salir en tela de juicio,  relativizándose sus contenidos morales y su significado  y confundiéndola como una fórmula más, dentro del abanico de libertades que todos tenemos, hasta el punto de confundirla, junto al matrimonio, con otras fórmulas que no lo son.

         Frente a ello aparece la Familia de Nazaret como una ayuda a todos, para que no perdamos el norte, para que no nos desorientemos.

        Jesucristo en la tierra vive treinta y tres años, de los cuales sólo tres, constituyen lo que llamamos su vida pública, es decir lo que conocemos de Él, de los otros treinta años, su vida oculta, solo conocemos pequeños episodios aislados; es decir, el Señor emplea  sólo tres años en preparar la redención de la humanidad y otros treinta largos años ¿haciendo qué?, ¿en que emplea Jesucristo diez veces más de su tiempo?.

 

 

 

Mirad que entre los pucheros y las ollas anda Dios, decía Santa Teresa de Jesús a sus monjas. También puede encontrarse entre las teclas de un ordenador, al volante de un automóvil, en los ojos de un niño... Pero para encontrarlo de esta forma se requiere una condición previa: Creer en Él. Esta condición que sólo se otorga a los creyentes por medio de la fe, es un don preciado que se alcanza mediante la oración esperanzada y la búsqueda perseverante de Su palabra. Precisamente por eso, la búsqueda “científica” de Dios es algo improcedente e inútil porque ciencia y fe están en planos distintos del conocimiento humano. En mi ya dilatada carrera científica no he encontrado nunca nada entre mis matraces que me deje entrever el rostro de Dios, aunque tampoco he hallado nada que me aparte de Él. San Agustín, consciente de las limitaciones de la mente humana para llegar a comprender el misterio de Dios, ruega por su fe en sus Meditaciones:

Dame, Señor, que en tanto que estuviere en esta prisión y cárcel del cuerpo te alabe mi corazón y mi lengua, y todos mis huesos alcen la voz diciendo: “¡Oh Señor!, ¿quién es semejante a tu imperial Majestad? Tu eres Dios omnipotente, el cual reverenciamos y adoramos trino en persona y uno en esencia”.

El hombre vive mientras su obra exista. Somos carne que el tiempo deteriora, intelecto que el olvido acaba por fulminar. Somos seres invitados a la ceremonia de la vida, a la que nos aferramos para marcharnos cuanto más tarde mejor.

El hombre dura lo que tarda la muerte en sorprenderlo y hasta que no llegue ese momento, se preocupa por construir obras. Muchas de ellas morirán en el olvido porque su herencia será efímera. Otras, sin embargo, harán que su contemplación por otros hombres devuelva a la vida a aquel que lo hizo, aunque Dios ya lo haya convertido en polvo.

Nos pasamos la vida hablando de seres de otro tiempo que abandonaron la ciudad hace siglos. Juan de Mesa, Velázquez, Bécquer… siguen siendo protagonistas del día a día porque sus obras continúan asombrando al mundo. Ellos viven porque su obra lo hace, cada día, desde una vieja sala del Museo del Prado, desde lo alto de un retablo o entre los libros de las estanterías del saber.

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