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La Concepción Inmaculada de la Santísima Virgen María.
“Una gran señal apareció en el cielo, una mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Está en cinta y grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz” (Ap 12, 1-2).
Este relato que es el que se recoge en la iconografía artística sobre la Inmaculada Concepción en la más rancia tradición sevillana y española de nuestro siglo de oro. Después de la representación del Árbol de Jesé, como árbol genealógico de los antepasados de la Virgen María, en la que Ella aparece como el fruto más santo de la raza humana, será en el tipo iconográfico de la Tota Pulcra (“Toda Limpia”), que inaugura el valenciano Juan de Juanes, donde podamos rastrear el precedente inmediato de la representación, tal como ha hecho mayor fortuna hasta nosotros, de laInmaculada Concepción: se trata de la plasmación de la imagen de esa enigmática Mujer de la que nos habla el Apóstol San Juan en el capítulo 12 del Apocalipsis. Esta será la iconografía de la Concepción Inmaculada de la Virgen que, desde Francisco Pacheco, suegro de nuestro genial Diego de Velásquez, pase definitivamente a la historia. En su tratado del Arte de la Pintura, el padre de la escuela pictórica sevillana, Francisco Pacheco, dirá que esta Mujer debe representarse como una muchachita doncella de entre 12 y 13 años. Su mejor discípulo y yerno, Velásquez, logró, la más bella plasmación de esta imagen de la Virgen en una deliciosa tabla, pequeñita de tamaño pero inmensa por su belleza y simbolismo, que hoy cuelga en las paredes de la National Gallery de Londres, y en la que María se nos asoma a esa ventana que es todo cuadro encarnada en la que podría ser una de tantas y a cual más bella de las hijas de nuestro pueblo sevillano que nos cruzamos a diario por nuestras calles. Diego de Velásquez, aprendiz aún jovencísimo en el taller de su suegro Pacheco, retrata de hecho en el rostro de esta doncella nazarena a su propia esposa Juana Pacheco.
Esta iconografía de la Inmaculada, después de desarrollarse a través del pincel y la gubia de nuestros óptimos maestros (Martínez Montañés, Juan de Mesa, Zurbarán, …) eclosionará en todo el esplendor de su potencialidades en nuestro genial Bartolomé Esteban Murillo, el pintor de las Inmaculadas, entre las que, si elegir pudiese, me quedaría con la llamada Inmaculada de Schult, mariscal francés de triste memoria para nuestro patrimonio artístico que nos la robó a principios del XIX y que, con “cien años de perdón”, le robó a su vez Rusia más recientemente y hoy retiene como precioso botín el Museo de Lermitage de San Petersburgo.
No solo en la pintura, también la escultura, el grabado, toda el arte recogerá esta imagen de esa mujer apocalíptica vestida del sol con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas. Si bien no lo podremos apreciar claramente en nuestras representaciones artísticas, en las que un religioso pudor tan sólo lo insinúa con el abultado manto que le cruza y cubre el vientre, esta Mujer Apocalíptica está embarazada, a punto de dar a luz, y se encuentra en el centro de una batalla cósmica, universal. Dejemos seguir hablando al propio Libro de la Revelación: “Y apareció otra señal en el cielo, un gran dragón rojo con siete cabezas y diez cuernos y sobre sus cabezas siete diademas, su cola arrastró a la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra. El dragón se detuvo delante de la mujer que iba a dar a luz para devorar a su hijo en cuanto lo alumbrase. La mujer dio a luz un hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro, y su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono, y la mujer huyó al desierto donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí alimentada mil doscientos sesenta días. Entonces se entabló una batalla en el cielo, Miguel y sus ángeles combatieron con el ladrón, también el dragón y sus ángeles combatieron pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos, y fue arrojado el gran dragón y la serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás. El seductor del mundo entero fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él” (Ap 12, 3-9) .
En esa misma batalla en que se nos representa envuelta María, nos encontramos ahora enzarzados nosotros. Es la guerra, la lucha sin cuartel entre el bien y el mal. Una lucha ésta que tiene su origen en el albor de la humanidad, cuando Dios recién ha creado con sus manos de amor paternal, ha plasmado al hombre y a la mujer, imprimiendo en ellos, en todos nosotros, su imagen y semejanza, pues nos ha hecho por amor y para amar y, por ello, libres; porque ¿quién podrá amar, querer, si no es porque “quiere”, si no es libremente? Pero en un mal uso de esa libertad, sabemos por la Revelación divina, el hombre y la mujer primeros, Adán y Eva, se rebelaron contra Dios, seducidos y engañados, víctimas de ese timo con el que el “gran acusador”, el gran embustero, el diablo y Satanás, desde entonces y hasta ahora, nos sigue acechando y timando, prometiéndonos “el oro y el moro”, para infectarnos el corazón, en cambio, con el venenoso gusano de la duda sobre el amor de Dios. -¿Por qué no coméis del árbol?, “¿por qué no coméis de ningún árbol?, el día que comáis del fruto del árbol de la vida seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gn 3, 1b), seréis dueños y señores de vuestra vida, dioses de vuestra historia. ¿Quién os impondrá, entonces, lo que es bueno y es malo? ¿Quién os dictará qué hacer?, ¿Por qué tienes que obedecer los mandatos de la ley de Dios si tú mismo puedes ser dios de tu vida y ponerte tus propias normas? Victimas de aquél engaño, ellos entonces, como hoy nosotros, dudaron del amor creador y paternal de Dios; y desde aquel mismo momento, como consecuencia del pecado, entró la muerte en el mundo, “y la muerte llegó a todos nosotros (dice San Pablo), ya que todos pecamos” (Rm 5, 12 b). Pero Dios no nos abandonó, porque no puede dejar de amarnos, ya que dejaría de ser Dios, puesto que, como dice San Juan, “Dios es amor”( I Jn 4, 16 b).
Ya entonces, ante la humanidad recién derribada por los suelos por el primer pecado, hizo Dios toda una gran promesa, el primer anuncio de la Salvación. Se recoge éste en el diálogo divino del Paraíso terrenal con el hombre y la mujer inmediatamente después del pecado original: “ El Señor Dios dijo a la serpiente: por haber hecho eso serás maldita entre todo el ganado y todas las fieras del campo(…); establezco hostilidades entre ti y la Mujer, entre tu estirpe y la suya, ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón. El hombre llamó a su mujer Eva por ser la madre de todos los que viven” (Gn 3, 14-15.20).
Tu y yo somos esta estirpe de la Mujer, la misma del Apocalipsis, esta estirpe que ha comenzado en Cristo, el hijo de María, Nuevo Adán y Nueva Eva, principio de una nueva humanidad. Ciertamente hay unas hostilidades a vida y muerte; recordarás los episodios de las tentaciones que nos narran los evangelios en la vida de Jesús; esas tres tentaciones son las mismas que tenemos tu y yo; la misma tentación que tuvieron, como ya vimos, nuestros primeros padres.
“Ella te herirá en la cabeza”: María es esa la Mujer que pisa la serpiente primordial (como recoge la iconografía de la Inmaculada Concepción). “Cuando tú la hieras en el talón”: el talón de María es imagen de la Iglesia, del Pueblo de Dios peregrino por este mundo: tu y yo, que somos mordidos y heridos tantas veces por la serpiente, por el pecado, por la duda de si Dios me ama o se olvidó de nosotros, aunque esperamos, como la Virgen Santísima, vernos un día plenamente redimidos del mal y sus consecuencias.