El Profesor Losada Villasante, premio Príncipe de Asturias a la investigación científica, en un artículo publicado en Diario de Sevilla, entre otras cosas dice: “... el hombre sigue preguntándose angustiado y perplejo en un mundo cada vez más complicado y convulso cuál es su destino y cuál es el sentido de la vida, sin que la ciencia pueda todavía responder a sus acuciantes preguntas con certeza irrebatible”. Evidentemente, la ciencia sólo puede dar respuestas, más o menos aproximadas, a los fenómenos que acontecen en el universo material que nos rodea, desde luego sin una certeza irrebatible ya que, aunque nos pese, la ciencia sólo puede, como ha hecho siempre, elaborar teorías válidas mientras que no las desmientan nuevas observaciones de hechos que no se ajusten a las mismas. Así, si consideramos al hombre solamente como una aglomeración de carbono, hidrógeno, nitrógeno, oxígeno y, en menor medida, otros elementos, ordenados en moléculas según las estrictas leyes de la química, hay que convenir que la ciencia tiene actualmente respuestas a estas preguntas, y la respuesta científica al destino del hombre sería, como todos sabemos, la corrupción y degradación de la materia orgánica. Por otra parte, si aceptamos la teoría de la evolución  que, en mi opinión, constituye una de las bases sobre las que se cimenta la ciencia actual, y la explicación más aceptable a esta evolución que es la teoría darwinista de la selección natural y adaptación al medio, el sentido de la vida es puro azar. Otras explicaciones conductistas o deterministas de esta evolución requieren siempre, a mi juicio, un acto de fe y, por lo tanto, no pueden llamarse estrictamente científicas. Por ello, prefiero aceptar la evolución al azar, guiada por la máxima probabilidad. Si ha de hacerse un acto de fe, creo preferible hacer el acto de fe último y aceptar que esto es así por voluntad de Dios, y que esa evolución al azar es la prevista en su primer acto creador, imposible de ser comprendido por la limitada inteligencia humana. Como vemos, siempre es necesario el salto en el vacío que supone el acto de fe.

Los poetas suelen adentrarse con soltura por los caminos del espíritu y por ello llegan siempre algo más lejos que el resto de los humanos, incluidos los científicos y, desde luego, lo expresan infinitamente mejor. Así, San Juan de la Cruz, define este salto en el vacío que es el acto de fe como un amoroso lance:

 

...

Para que yo alcance diese

a aqueste lance divino,

tanto volar me convino,

que de vista me perdiese;

y con todo en este trance,

en el vuelo quedé falto;

 más el amor fue tan alto,

que le di a la caza alcance.

 

    Cuando más alto subía,

deslumbróseme la vista,

y la más fuerte conquista

en escuro se hacía;

mas por ser de amor el lance

di un ciego y oscuro salto,

y fui tan alto, tan alto,

que le di a la caza alcance.

 

En cuanto al origen del universo, también la ciencia actual tiene una explicación detallada, basada en los hechos conocidos, para lo que ha venido ocurriendo desde un instante inmediatamente después de esa primera explosión que se ha dado en llamar el “big-bang”. Sobre lo que ocurrió antes nada sabemos. Sólo el vacío, la nada o especulaciones sin ninguna certeza, si no es bajo la luz de la fe. José Mª Pemán lo expresa magistralmente en estos versos finales de su poema De la Creación:

...

¡La nada! Te adoro, Señor,

en el ruiseñor,

y en el viento, y el agua, y la flor.

Y en la lenta agonía

de la tarde que muere entre azules y rojos...

 

Pero más en la inmensa memoria del día

en que sólo existía

la nada...,

               ¡la nada y tus ojos!

 

Sin embargo, la idea del hombre como rey del universo, único ser portador de un alma inmortal, fin único de la creación, hacia el que necesariamente ha de tender toda la evolución de la materia desde el big-bang ¿No será un reflejo más de la suprema soberbia y del orgullo desmedido del hombre, incapaz de aceptar un destino tan miserable, y del que no rescata, por cierto, a los demás seres vivos del universo?. Cuando se contempla la historia de la humanidad y el comportamiento de este ser privilegiado, esta idea puede parecer descabellada. Sólo desde la fe, considerando la creación como un acto supremo de amor de nuestro Creador hacia este ser imperfecto puede hacerse compatible esta idea del hombre con su propia naturaleza. No obstante, este misterio de Amor es tan insondable que se hace inevitable la duda de la que, por cierto, no parecen estar exentos ni siquiera los grandes santos. La misma Santa Teresa, a pesar del ansia con que deseaba su muerte para ver, por fin, el amado rostro de Dios (... que muero porque no muero), exclama como últimas palabras: ¡Al fin, muero hija de la Iglesia!..., dejando entrever que hubo momentos de dudas, en que quizás no hubiera podido considerarse como tal.

Esta inmensa y angustiosa soledad del hombre frente al universo y su Creador y la constante búsqueda de la fe que, por la misericordia de Dios, se le da al hombre sólo con irlo a buscar son a las que se refiere Antonio Machado en sus Soledades:

 

Señor, me cansa la vida,

tengo la garganta ronca

de gritar sobre los mares,

la voz de la mar me asorda.

Señor, me cansa la vida

y el universo me ahoga.

Señor, me dejaste solo,

solo, con el mar a solas.

 

O tú y yo jugando estamos

al escondite, Señor,

o la voz con que te llamo

es tu voz.

 

Por todas partes te busco

sin encontrarte jamás,

y en todas partes te encuentro

sólo por irte a buscar.

 

Por eso, en mi condición de hombre sigo, como científico, buscando respuestas que me acerquen a la verdad  y como cristiano, educado en el seno de la Iglesia Católica, cuyo mensaje de Amor me sigue pareciendo extraordinariamente consolador, continúo pidiéndole al Señor que me conceda la gracia de que cuando llegue mi última hora tenga la fe suficiente para acercarme a Él, como la santa Doctora de Ávila, por fin sin dudas. Este es, para mí, el mensaje de la Buena Muerte, al que desde niño, sin comprender muy bien esa advocación, me acercaron mis padres. Y es el mensaje que los hermanos de la Sed debemos encontrar en esta advocación de Cristo: Sed de fe, para que al final del camino podamos decir como el santo obispo de Hipona en la preparación a sus Meditaciones:

Creo en Dios, espero en Dios, amo a Dios por ser quien es, y por su bondad infinita me pesa de haberle ofendido. Amo a Dios por ser quien es con todo mi corazón, con toda mi alma, y quisiera amarle en esta vida con aquel amor con que espero y deseo amarle eternamente en la gloria. Amén.

 

Juan A. Galbis Pérez

Catedrático de Química Orgánica

Universidad de Sevilla

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